Por Matías Helbig
Las pinturas de Pablo Linsambarth (Santiago de Chile, 1989) se sostienen sobre los mecanismos propios del relato y se configuran, fundamentalmente, como un reflejo de la tradición oral en tanto dispositivo de transmisión cultural. En el imaginario del artista chileno, la memoria familiar y las leyendas urbanas se entremezclan con una iconografía cotidiana en una suerte de collage pictórico. El resultado: la composición de un folclore urbano y contemporáneo.
Sus óleos reproducen los espacios de la memoria familiar, del espacio mitológico del Pudahuel de su infancia y del ritmo convulso de la vida urbana en Santiago de Chile; los reúne todos en un diálogo atemporal que desplaza las cualidades del espacio para transformarlos en escenarios. En lienzos abiertos a los juegos de la ficción.
Este movimiento que hace Linsambarth en sus obras no es gratuito. El gran tema que lo llevó a la composición de dibujos y pinturas, en primer lugar, es un acontecimiento familiar e histórico específico. A mediados de la década del 80 hasta comienzos de los 90, la madre de Linsambarth, afiliada al Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) de Chile, se vio forzada a vivir en la clandestinidad por la persecución del pinochetismo. Como consecuencia, el archivo familiar (fotografías y cartas, principalmente) de aquellos años se caracteriza por la ausencia de ella.
Las imágenes familiares presentaban para el artista un vacío que solo podía ser engañado, manipulado, a través de la ficción, es decir, del acto creativo. A partir de ahí se apropia del archivo y comienza a reproducir las fotografías ocupando los espacios con la figura de su madre y, por supuesto, con los efectos de la memoria, cargando de sentido y de tiempo una genealogía mediante la imagen pictórica. Un gesto, por cierto, que remite al concejo que Stéphane Mallarmé le dio a su amigo Éduoard Manet respecto a no pintar los objetos, las cosas, sino aquello que estos producían en él. Linsambarth, no pinta el pasado, sino los efectos que estas suscitan en su imaginación, componiendo el presente.
Por otra parte, los otros dos mundos que convergen en Actos Preparatorios son la leyenda y la clandestinidad, el callejeo. En el primer caso, el artista chileno se apropia del mito del Culebrón de Pudahuel, una leyenda de la comunidad en la que creció y que se manifiesta en las pinturas a través de ciertas simbologías religiosas como los crucifijos o los cuernos mefistofélicos de un hombre de negocios. Tema que, además, funciona, al igual que relato de la memoria, como un relato que modela y manipula la visión de la realidad.
En el segundo caso, la presencia de las pandillas y de cierta estética que oscila entre la ropa deportiva y el traje clásico de quienes trabajan en bandas organizadas; la barbería de barrio; la presencia del fútbol y del boxeo —en tanto que deportes populares pero predilectos para las apuestas y la corrupción—; son todos elementos que terminan de impregnar cierta extrañeza en el imaginario de Linsambarth. Sus obras desdibujan las fronteras temporales y espaciales y nos proponen un mundo donde todo se cruza y sucede simultáneamente.
Tomando en consideración este marco histórico y social que rodea los impulsos artísticos de Linsambarth, las pinturas exhibidas en el Online Viewing Room de Vigil Gonzales bajo el título Actos Preparatorios se inscriben en un diálogo muy interesante a nivel estético. Los encuadres de las escenas, concebidos desde una perspectiva fotográfica, hacen guiños a David Hockney (Reino Unido, 1937); la presencia del vacío en los silencios y las distancias que establecen algunos personajes parecen un homenaje a las escenas de Edward Hopper (EEUU, 1882-1967); la aproximación de espacios mundanos y contemporáneos, los bañistas, por ejemplo, evocan ciertas pinturas de Eric Fischl (EEUU, 1948); la presencia del mundo lumpen y la configuración de ciertos interiores remiten a Pablo Suárez (Argentina, 1937-2006).
Y en consonancia con la obra de artistas coetáneos de Linsambarth, los óleos también trazan relaciones: el empleo del color y la introducción de una estética de la calle, de la cultura popular de nuestro siglo, por ejemplo, está muy vinculado a ciertos tratamientos estéticos de Maxwell Alexandre (Rio de Janeiro, 1990); o la presencia de figuras enrarecidas, llevando las pinturas hacia potenciales narrativos inevitables para los espectadores, está muy próximo a la composición de los personajes que desarrolla Ivana de Vivanco (Lisboa, 1989) en su pintura.
Hecho este recorrido, queda solo decir que la pintura de Pablo Linsambarth es una pintura que exige un pacto con el espectador. Este es un pacto de ficción: aceptar las reglas de su narrativa. Solo así es posible —como sucede en toda buena novela, en todo relato fundacional— ver el mundo en esta obra sincrónica y sin fronteras que nos propone el joven artista.