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Noticia / 21 Ene — 2022

Pedro Tyler

Premio del Círculo de Críticos de Arte

El destacado artista Pedro Tyler, representado por Aninat Galería, recibió el premio del Círculo de Críticos de Arte de Chile 2021 en la categoría dibujo por su exhibición Le voy a contar todo a Dios, que se presentó en la capilla del Centro Cultural Montecarmelo entre octubre y diciembre pasados.

La muestra fue parte de la selección de Bienalsur. En ella el artista representó la inocencia, la capacidad de juego de los niños, su imaginación y la habilidad que tienen de abstraerse de un lugar, estén en una guerra o en paz. Contradictoriamente, estos dibujos fueron materializados en objetos destruidos u olvidados, fueron hechos con balas, utilizando la antigua técnica medieval del “dibujo en punta de metal”.

El nombre de la muestra nace a partir de una frase publicada en los diarios. Tras los bombardeos en Siria hace un par de años, las últimas palabras de un niño antes de morir en el hospital fueron “Cuando llegue al cielo, le voy a contar todo a Dios”. Este testimonio abarca el concepto que ha estado trabajando el artista en torno a la coexistencia de la inocencia con todos los escenarios construidos por el hombre.

Los dibujos de los niños están inspirados en fotografías reales de un variado archivo de Tyler. Sus hijas, sus sobrinos, niños soldados, niños antes de la Primera Guerra Mundial y otros en la actualidad, fueron la inspiración del artista. “El dibujo tiene algo más fresco y como están hechos con plomo, hay un aspecto material que te hace ver la obra de otra manera. Por eso me interesa más dibujar una foto, que reproducirla perfectamente”, explica Tyler.

Le voy a contar todo a Dios

Por María Cristina Rossi 

A partir de la matriz del juego, Le voy a contar todo a Dios pone el foco sobre una zona del mundo infantil atravesada por las armas de fuego. Los dibujos de niñas danzando o niños arrastrando una patineta rescatan las imágenes siempre vitales e ingenuas de la niñez. Sin embargo, la sospecha del instante trágico que provoca el uso de las armas conmociona la espontaneidad de esos niños que se demoran en los juegos cotidianos, y nos interpela sobre las huellas traumáticas que imprimen en sus historias de vida.

Ancladas en el espacio central y los anexos del Centro Cultural Montecarmelo, cada una de las obras presentadas por Pedro Tyler tensa ese binomio conformado por la infancia y las armas. Todas las propuestas ofrecen variaciones en las técnicas y los soportes: dibujos sobre sillas o puertas en desuso en las instalaciones La última y Memorial sin fin, una talla montada sobre un sistema móvil en Divino Tesoro y videos proyectados sobre diferentes soportes, en los casos de Sonar, Esto no es un juego y Nada se pierde. Las municiones son el elemento común a todas ellas porque en su factura intervienen tanto los casquillos como el plomo de las puntas de las balas o de los soldaditos; material que aplanado, modelado o tallado le da forma a distintos objetos que invitan a jugar o se convierte en un estilete para dibujar.

Aunque la capilla del antiguo Convento de las Monjas Carmelitas de Santa Teresa ha sido desacralizada, los espacios del Centro Cultural no son totalmente neutros para esta muestra, porque el título, los recorridos o los objetos de la liturgia están involucrados con el valor simbólico del que fuera un espacio religioso. La ubicación de las dos instalaciones toma la direccionalidad de la nave hacia la cabecera, donde se situaba el altar. Para La última, Tyler recreó el juego de las sillas musicales con diez sillas que pertenecieron al Café Literario de Providencia, alineadas y con sus asientos dispuestos alternativamente hacia los dos lados, y para Memorial sin fin recuperó puertas de diferentes procedencias unidas a la manera de los biombos. Los trazos lineales y los sombreados de los volúmenes de las figuras infantiles sobre la superficie de las puertas, asientos y respaldos de sillas fueron realizados mediante la antigua técnica del dibujo a punta de plata.

Desde el siglo XIII, esta modalidad de trabajo –apreciada por la pureza de la línea y la suavidad de los esfumados que podían lograrse– fue empleada por casi todos los grandes maestros, como Leonardo, Miguel Ángel y Hans Holbein, cuya destreza les permitía superar las dificultades de borrado que ofrecía la huella que deja el metal sobre el soporte tratado con carbonato de calcio. En la obra Primera lección de la serie “Munición viva” de 2019, Tyler había repetido la frase: “Lo que se escribe con plomo no se borra”, apoyándose, precisamente, en ese carácter de escritura imborrable para subrayar la persistencia de los daños que dejan las acciones violentas y el uso de armas en la memoria de los individuos.

Los dibujos testimonian los juegos de niños de diferentes lugares del mundo a partir de registros fotográficos históricos o actuales, tomados en Pakistán o en África, en Cuba, Chile o Alemania. Son imágenes que arrastran las tensiones provocadas por los conflictos que se dirimen a través de guerras o luchas armadas, aunque algunas también corresponden a tiempos de paz.  Las experiencias de un niño iraquí que sostiene un fusil AK-47 o del pequeño soldado africano que se hamaca con la cuerda de una horca, de las niñas que hacen rodar los neumáticos que encontraron en un campo de refugiados pakistaní o de la cubana que viste el uniforme de la Liga de los Pioneros, del niño que porta un casco del ejército alemán o del israelí que simula ejercicios militares con dos granadas, se alternan con los saltos de quienes dibujaron una rayuela sobre el piso o de las hijas de un pescador retratadas por el fotógrafo Sergio Larraín, que juegan sobre la empalizada que hallaron en la playa.

A partir del trabajo sobre la fotografía, estos dibujos procesan la huella del instante de esas diversiones improvisadas y, al mismo tiempo, atestiguan el estado de peligrosidad y sufrimiento que dejará otra huella indeleble en sus vidas. Entre estos dibujos, Tyler incluyó un anclaje textual y otro contextual. Por un lado, dos mensajes breves pero inquietantes. Como si hubiera sido depositada casualmente sobre una de las sillas de La última, en una hoja de cuaderno se leen unas palabras de Edith Eger con las que su madre, ante la inminencia de su muerte en Auschwitz, se despidió de ella: “Recuerda, nadie puede quitarte lo que pongas en tu mente”. Mientras que las puertas de Memorial sin fin están unidas por la frase: “Cuando llegue al cielo le voy a contar todo a Dios”, últimas palabras de un pequeño sirio que falleció en medio del interminable conflicto armado que ha devastado a su país.

Por otro lado, entre las acciones representadas, una niña alada luce su vestido de primera comunión, tal como fue retratada junto a una de las Monjas Carmelitas de Santa Teresa. En este anclaje en la historia local, que trae los murmullos de las alumnas de la Escuela San José, también resuenan las demandas del reciente estallido social que se expresó en las calles chilenas y conmovió al mundo. Rescatadas de los incendios que sufrió el Café Literario de Providencia, las sillas son los despojos que encarnan esa carencia, con la que se clausuraron las lecturas, se silenciaron las conversaciones y se canceló el tiempo compartido entre los amigos que allí se daban cita.

Mientras los dibujos resignifican aquellos testimonios fotográficos de los niños jugando; los videos tematizan los juegos e integran los espacios del Centro Cultural en sus propias narrativas. Nada se pierde muestra cuatro velas que sostienen pequeños juguetes de plomo recortados sobre el material de las balas aplanado a golpe de martillo. Se presentan como cuatro episodios simultáneos proyectados sobre los vidrios partidos de una de las puertas apuntadas que caracteriza la arquitectura de la Capilla. Si en una ceremonia religiosa las velas encendidas se consumen en el tiempo de la liturgia, Nada se pierde se desarrolla en el tiempo en el que, inexorablemente, los juguetes se desprenderán y caerán. Proyectado sobre las baldosas del pasillo lateral, Esto no es un juego toma a dos niños que recrean el tradicional juego de canicas –en este caso moldeadas a partir del plomo de las puntas de las balas– mientras exploran las reglas que limitan lo permitido en ese tiempo lúdico. En el tercer video, mientras se busca el origen de unos silbidos, se integran los espacios exteriores e interiores del Centro Cultural, hasta llegar a lo alto del campanario. En el “aquí y ahora” de la exposición, Sonar reclama desde el ingreso a la sala, aunque la pantalla que proyecta este video solo se encuentra después de recorrer las dos instalaciones.

Finalmente, Divino Tesoro es una talla en el plomo de la punta de una bala que exige acercarse para reconocer a una pequeña casita. Sostenido sobre el mecanismo de una caja de música –cuyo movimiento puede activar el espectador– ese diminuto volumen que representa la protección hogareña gira al son de algunos acordes de El lago de los cisnes.

Al construir este denso entramado que articula los juegos infantiles atravesados por conflictos armados o en ámbitos pacíficos, Pedro Tyler amalgama la vulnerabilidad de quienes juegan mientras viven en situaciones de riesgo y la seguridad de quienes lo hacen bajo resguardo, aunque para todos ellos los juegos representan el tiempo en el que libre y seriamente se someten a unas reglas, mientras desarrollan sus capacidades, imaginación y creatividad. Pero la apuesta de Tyler a la pervivencia de la actividad lúdica –esencial para los seres humanos– se extiende a la vida adulta porque apela al trasfondo del juego que se refugia en el “como si” de la experiencia estética, y en el recorrido de Le voy a contar todo a Dios nos enfrenta a los riesgos que provocan las armas e intenta conjurar las sombras que esos entornos violentos proyectan sobre el mundo infantil.